Empiezo a redactar este artículo en la capilla del Centro universitario donde trabajo. En este pequeño oratorio celebraré la Santa Misa dentro de media hora. Entre tanto permanece en penumbra. Para escribir me basta la luz tenue que ilumina el Sagrario.
He puesto una palabra como título. La leo en voz alta y siento la misma desazón que me produce oírla a todas horas: en la radio, en la televisión, en la calle, en las conversaciones más triviales e incluso en ambientes presuntamente cultos. Decido tacharla. Había escrito "La Hostia".
"La Hostia" es una palabra profanada, un vocablo envilecido, contaminado por el vómito de millares de blasfemos que se han ensañado con Ella durante años. No tengo tiempo ni ganas de hacer un análisis sociológico o histórico de la cuestión; pero, en todo caso, ofender a Dios con la palabra siempre me ha parecido un pecado estúpido, una especie de pataleta de adolescente, aunque sea cosa de viejos. Los blasfemos se rebelan contra sus más íntimas creencias con la misma agresividad del quinceañero que escupe a un retrato de su padre para reivindicar su autonomía.
Hace un rato, frente al despacho del capellán, un grupo de alumnos de Derecho comentaba el último examen de no sé qué asignatura. Una alumna repitió tres o cuatro veces esta palabra con su correspondiente artículo determinado. Yo no podía verla, y quizá ella tampoco era consciente de que la escuchaba a pocos metros. La chica probablemente no quería ofender a nadie, pero su reducido vocabulario precisaba de un comodín, y por lo visto no tiene otro mejor.
Sin embargo, la Hostia es Jesucristo. No quiero decir que "signifique" la presencia de Jesús entre nosotros; ni siquiera que "esté" escondido en un pedazo de pan. No: el pan ya no existe. La Forma consagrada "es" Jesús, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad.
Miro al Sagrario. Todavía faltan diez minutos para la Misa. Dentro de poco tendré la Hostia en mis manos: el Cuerpo glorioso e inmortal de Jesús, que ha querido permanecer con sus heridas abiertas, entregándose eternamente al Padre desde la Cruz, para hacer perenne su Sacrifico.
He terminado la Misa hace veinte minutos. Hablo con Nacho de todo esto. Él piensa que tengo razón en el fondo, pero que exagero.
— La gente no sabe lo que dice. A mí no me gusta emplear esas palabras, aparte de que soy la mar de tranquilo, pero cuando juegas a basket y te dan un codazo, no sé…, a lo mejor se me escapa. ¿Está mal eso?
— Las palabras salen siempre de algún sitio –respondo–; y nunca son inocuas.
Le propongo que limpiemos entre todos esta palabra santa, y no toleremos que la irreverencia se extienda entre personas que ni siquiera sospechan que ofenden al Señor. Que no vaya de boca en boca como si fuera basura.
— ¿Y qué se consigue con eso?
— Dar gloria a Dios. Y, de paso, reparar por tantas ofensas.
Imagina por un momento que estás en el Huerto de los Olivos con Jesús. Él lleva ya sobre sus hombros todos los pecados de los hombres, y no aguanta más el peso y la repugnancia de ese cáliz terrible. Ha empezado a sudar gotas de sangre… ¿No te gustaría limpiarle la frente y besar su rostro?
Enrique Monasterio.
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